Hay veces en que la musiquita rara, esa que tintinea como en algún espectáculo de tambores y campanitas; me proyecta a una danza aérea sobre un abismo, suspendido; quizá como cayendo día a día, como desembolsándose tal cual uno se resbala a vivir. Y hasta el trazo de los pinceles manchando el cuadro parecen mantener el ritmo de un tiempo que se nos arranca, que se nos escapa y a la vez deja perenne alguna fragua forjando en este hierro un monumento rígido resistiéndose a respirar para vivir para siempre.
Me resulta complicado hacerme a la idea de que la felicidad es un compromiso. Si bien es cierto es un ideal, una necesidad intrínseca de todo ser. Apelar a la felicidad es producto de la inercia misma de vivir. Es por ello que referirse a la felicidad como algo que se puede “hacer” podría interpretarse como impropio, como “hacer el amor”. Todos suelen “hacer el amor” siempre que tienen sexo. El amor no se puede hacer, la felicidad tampoco. Pero podríamos, a manera de travesura, cambiar el término “hacer” por “construir”, encontraremos otra forma de percibir la felicidad. Cada vez que he creído apreciar la felicidad me ha sido incluso muy complicado identificarla. Es posible que a muchos de nosotros nos haya pasado algo parecido. Hablamos de sensaciones. Entramos a un campo elevadamente subjetivo, tal vez de un conjunto de expresiones internas que aparecen como fruto de la relación causa y efecto. Reconsiderando que la felicidad es un estado u efecto positivo, deberíamos reconoce...
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