Le dijeron que
había llovido y que sería difícil que pudiera llegar a tiempo, sin embargo despertó
dispuesto, con cierta sensación de alivio, con los pelos retorcidos, con la
cara repleta de jeroglíficos creados por la almohada. Pero quién se desespera tanto
para levantarse cuando sabe que ese día se va a morir. Quién se alborota si no
sabe la hora exacta en que cerrará los ojos y sentirá el chorro de agua helada
caerle desde la coronilla hasta la punta de los pies. Damián lo pensó varias
veces mientras la somnolencia persistía en retenerlo. Se limpió los ojos con
las manos, estiró sus brazos hacia arriba y bostezando se dijo: -que todo se
vaya a la mierda; devolvió el cuerpo hacia atrás y quedó dormido.
Su cabeza le
proponía imágenes estáticas que se deslizaban como lo hace un reflector de
filminas, una por una, en su espacio mental; oscuro como cine. Se veía. Se
acordaba de cosas estúpidas, de travesuras no corregidas, de glúteos, de
pedazos de lienzo, de resbalones, de palomilladas escolares, escenas de cine.
Las imágenes centelleaban a buen ritmo y cuando alguna se tornaba trascendente,
el detenía la escena en su mente por unos segundos; esta figura se ampliaba
suavemente como un zoom in, de pronto se activaba el movimiento como en un
video interactivo. Recordó a la chica del lunar en el mentón que invadió su
conciencia en gran parte de su secundaria, todas las cartulinas gastadas en la
intención de retratarla. Recordó las veces en que su hermano creaba y recreaba
aparatos de forma asombrosa. De pronto, volvió en sí con un movimiento
violento; - puta madre; se dijo; - ya es tarde.
Veinte minutos
después en el paradero, espera la línea de bus con una conducta aún
somnolienta; sabe que la ruta es larga y que la hora y media que durará el
viaje restarán emociones previas al desenlace previsto. Él sabe que va a pasar
algo, algo determinante. Sin embargo al subirse al bus y luego de sujetarse de
las barandas se deja mecer por el bamboleo de la ruta, el aire aprovecha la
situación y le sacude los pelos cada vez que el bus acelera. Cierra los ojos,
se acuerda de Aquiles, un compañero de las aulas universitarias con quien no se
llevó bien ni mal, pero admiraba su criterio y sobre todo porque siempre lo
veía con un libro distinto. Un asiento se desocupa, Damián se desploma en
él y vuelve a cerrar los ojos. Aquiles ha adelgazado y tiene una bata
verde pálida acompañando su decaída imagen, sus dientes firmes, su mirada
envuelta en una suerte de amargura y a la vez una dulzura como la que pone un
sabueso triste cuando su dueño se va. Se quedó con el recuerdo fijo en esa
mirada y contempló con premura los ojos de alguien que sabe que va a
morir y se encontró con casi sus propias pupilas saltando en una ensalada de
lágrimas contenidas.
La ruta es
pesada, el esmog se almacena en la cabina del bus y todos los pasajeros
respiran un poquito de muerte, fumándose las horas del trayecto de su propia
vida, firmando alguna sentencia adelantada, o algún pacto con lo poco o tanta
vida que les queda. Preparándose inconscientemente para cuando esta haya dejado
de sacudirle las siete de la mañana. Ya va a ser un año que Aquiles se lo llevó
el cáncer y Damián lo recuerda porque le viene a la memoria el retrato
cálido que dibujó con pasteles digitales en su paleta de trabajo. En el arte,
Aquiles sonreía; como un vencedor, como si esa fuera la energía que le
transmitía a pesar de saberlo desahuciado.
Los recuerdos
se amotinan en el interior de su cabeza, sus manos arden por las bacterias
transmitidas por los fierros dispuestos sobre los asientos. Se toma un tiempo
para regresar a la realidad del viaje y en el intento divaga mientras observa
el número de la placa del bus pintado con letras negras y fondo amarillo,
algunos stickers juguetones y las señoronas cucufatas a quienes más por
educación que por compasión les cede su asiento sin hacerse esperar. Las viejas
emocionadas se instalan rápidamente e incluso inician su usual cháchara de café
en pleno viaje. Comentan cosan sin importancia, poco trascendentes, como que
Juan Pablo segundo va a ser santo y lo exaltan agregando diminutivos a todas
las palabras que usan para referirse al “ahora santito”. A su edad a las
comadres no les queda más que hablar de lo que se avecina, empiezan a
preguntarse y a contestarse sobre los que en algún momento estuvieron y ahora
no, de las razones un poco cojudas para asimilar los adioses.Las mujeres
invadidas de canas, carcomidas por la antesala de la muerte reflejada en cada
grieta de sus arrugas, dialogan incansablemente con los ademanes de señoronas.
Otra vez los ojos dulces y tristes se imponen a su conversación. Las viejas se
miran, hablan de la muerte como si se tratara de disfrutar de aquel final que
saben se aproxima. Pensó y se dijo para sí mismo “las viejas hablan de la
muerte como algo tan natural, que hasta me provoca”.
Las casonas que
Damián podía ver a través de la ventana proyectaban un color vejestorio,
hacían el tránsito mucho más cansado, los peatones avanzan por ambos lados, la
mayoría ancianos de hombros encogidos, paso lento y desgarbado. El cobrador
arremete contra él, lo empuja y le hace una señal. Le reprime porque ha estado
ya un buen rato cobrándole el pasaje y él no ha prestado atención a nada, solo
a la muerte y a cómo esta pasa de lengua en lengua como un contagio, como un
virus verdaderamente difícil de literalmente matar. Puede ser que la ventana de
un bus interprovincial sea una ventana real, completamente distinta a las
ventanas de expresión mediática. Desde la ventana del bus se ve la propia vida,
la de a pie, que muchas veces es tan gris e incomprensible.
Un asiento se
libera y Damián lo toma con un rápido movimiento, negándole la posibilidad de
sentarse a una joven de pelo negro, a quien no logra ver el rostro. Se sienta
pegado a la ventana, inclina la cabeza apoyando parte de la frente en el
vidrio. Una mosca deambula rosando el vidrio desde la parte exterior del bus,
él juega a aplastarla y la mosca ni se inmuta. La música del bus no permite
distinguir el zumbido del movimiento del bicho, pero él insiste jugando. Damián
no sé da cuenta que el asiento de su costado ha quedado vacío, la mujer de pelo
negro ocupa el lugar dirigiendo su mirada hacia el pasadizo. Damián se da
cuenta que la mujer ahora lo está mirando. Él trata de observar su reflejo en
la ventana para observar si algo anda mal, pero no encuentra nada distinto,
solo los ojos tristes que no se rinden; aquellos que no voltearán hacia la
mujer que espera encontrar en su mirada una razón. Se queda frío, como
petrificado, gira un poco el tronco y se acurruca contra la ventana. Un bus es
un mundo o un pedazo del mundo encerrado en un bus, reconoce él en sus
pensamientos.
En el asiento
posterior, hay dos estudiantes, una rolliza de rostro redondo y la otra
delgada, de hermosas trenzas de color castaño. Una narra a su compañera el
infortunio que la aqueja, le habla de su madre internada por una lesión lumbar
y un padre diabético con complicaciones en el hígado también internado. –Hay
momentos en que mi único refugio es la universidad; dice la mujer de hermosas
trenzas con un rostro bastante rendido; - hay otros momentos en que me quiero
morir. No pudo haber un bus más fúnebre deslizándose por la llovizna de una
ciudad tan gris y tan triste.
Damián
desciende del bus y en el paradero observa varios hombres de negro conversando
en las afueras de una vivienda colonial, una lámpara amarilla cuelga por un
cable. La muerte. Sí, ha pasado por ahí. Él sonríe, porque se pregunta qué tan
cercana puede estar, que tan democrática y eficiente es la muerte. Pasa cerca
al portón y se persigna lentamente, como para que los acongojados se sientan
acompañados en su dolor. Avanza varias cuadras, sin dejar de pensar en la
incesante relación entre la vida diaria y la muerte, le queda un hondo desazón
picándole el pecho. Va en busca de un cigarrillo, se detiene en la caseta de
los diarios, pide unos cigarrillos, lo enciende se fuma dos pitadas mientras
lee diversos titulares sombríos, violentos, tristes. Hace un gesto de
desagrado, se fuma una pitada más y piensa que los diarios tal vez son la mejor
forma de no pasar desapercibido luego de soltar nuestro último aliento. Por eso
es que ahora los muertos son protagonistas y dueños de los especiales de los
diarios, tal vez muchos de los difuntos se encuentren agradecidos con los
redactores de prensa por darles la oportunidad de llegar a la posteridad y no
ser un atropellado más en cualquier avenida.
¿Puede ser tan
relevante la muerte? Se pregunta, descubre que para él lo es y piensa que
debería ser importante para todos, porque todos tienen sueños, todos tienen
seres a quienes amar y la muerte es una suerte de sorpresa inesperada, casi
nunca avisa, es intempestiva. Su mente se ha engullido a la muerte y las
figuritas y recuerdos siguen salpicando con cada vez mayor velocidad. Su cuerpo
se mantiene en una especie de marcha automática. Solo piensa en la relación que
ha recopilado entre apenas unas horas. Él sabe lo que va a pasar, pero no sabe
cuándo.
Transitar le
genera una sensación amarga, presiente algo desagradable, se le recoge un bulto
en la garganta. Deambuló como lo hacen los otros desamparados de aquel muladar.
Un olor nauseabundo se trasmina en el espacio. El ambiente es tétrico, una
especie de infierno tergiversado, donde las llamas han asumido una actitud de
mugre. Los zócalos de las paredes de las casonas están roseados de mea y
vómitos. Las esquinas de las grandes columnas acogen a locos y locas envueltos
en plásticos, telas y cartones; apenas unos metros más allá les rodea las heces
dispersas por la acera. Un desaforado loco mixiona cerca de él y hasta lo
persigue con gestos burdos salpicándole sus líquidos. A lo lejos se escucha la
voz de Alcione, “Me leva à loucura eu já
não duvido, eu não sei se o que eu fiz Foi pior do que voce me fez.
As palavras doeram tão fundo que eu disse prá mim é a ultima vez”.
Camina de forma
acelerada, tratando de aguantar la respiración. Las imágenes siguen en su
mente. Toda la ola de recuerdos se agita en su interior, quedándose suspendido
en una nube tan propia, se encuentra como deambulando en un espacio diferente y
puede tocar a los personajes de las imágenes que sueña, hablarles. De pronto un
fondo blanco absorbe toda sensación y somete toda ilusión y todo deseo a su
extinción. Un blanco perfecto, deja de sentir, solo sabe que aun respira,
mientras inhala surge un último pensamiento. Nacemos en la vida para la muerte.
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