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Confesiones para unos ojos espejos

No recuerdo si fue al escuchar las narraciones de François Vallaeys que me topé con una frase interesante. “Hace tiempo que nunca”. O será también a causa de los ajetreos de la mudanza que quedé sin espejo; el punto es que hace mucho que ya no veo la forma, sino el fondo de todo este cúmulo de pensamientos, sensaciones e impulsos que conforman mi YO. Hace tiempo no me observo profundamente, ahora lo hago y me hallo distraído, como mirando más allá, como atrás de la cortina, sosteniendo el amor como aguantando el aire a punto de sumergirse en el agua, iniciando la cuenta regresiva, ya van varios días que sostengo el amor y no lo suelto.

Me observo como a las frutas del bodegón, como la pera o la granadilla y sus puntitos, su brillo y su constelación de color en la que empiezo a perderme como jugando. Encuentro a mi cuerpo como las frutas, con colores diversos e inexplicables, sensaciones, texturas y pequitas marrones y otras más claras, resaltando sobre el brillo de lo que soy; tal vez mi poco brillo. Lo cierto es que yo me descubro, o descubro como soy o como estoy haciéndome, tal como empiezan a formarse las frutas. Me siento un bodegón imperfecto. Disfruto de lo que construyo en mí, tan igual como emociona ver el lienzo que permanece inconcluso.

Hace ya más de un mes, debido a la ausencia de un espejo, me reflejo en otras superficies; en mis lienzos, en letras, hasta en los acordes de la guitarra que grita canciones. Aunque es mejor cuando aparezco dibujado en sus ojos enormes, casi dormido. Mientras me besa, me miro por dentro. Y siempre siento, tanto adentro como afuera. Yo soy el durazno que ella muerde. Soy como las frutas del último bodegón de espátula de la escuela, con un miedo fuerte a mostrar sus lados oscuros. Gracias a que desaparecieron los espejos, ahora sueño y me veo, monótono en cada pesadilla, entonces tal vez descubro que soy el núcleo de todo el clímax tenebroso de las historias dormidas. Soy la bestia que siente, que sufre, que llora, ese demonio amable a quien besa en silencio.

Y pueda que me encuentre como la hoja de un diario, completamente escrito y publicado, impreso en algún papel decrépito, sin embargo ella escribe una nueva columna, nuevos  titulares, primicias absolutas. Que le gusta mi cabello desordenado, que le gusta mi barba, que ha visto que mis ojos son bonitos y que le gusto yo. Que si decido rasurarme o cortarme el pelo ella lo respeta. Escribe con libertad, sin darse cuenta que la impresión es automática,  que basta con decirlo, con sentirlo, con pensarlo para que exista en mí y se convierta en mi historia preferida. Me besa, cinco o seis besos continuos que caen donde caen, casi con la misma fuerza de su mano y su pincel, esa niña me está pintando el alma y sigue sin darse cuenta.

Hace tiempo que nunca, siento tan hondo el corazón y me cabe todo, puedo contener sus besos y sus ganas, sus cientos de latidos atropellándose a empujones por bombear ese “corazón en forma de corazón”. La quiero. Puedo abrazar sus ojos inmensos buscándome, sus besos tímidos, sus palabras sabias y proféticas, su sufrimiento, sus tardes de encierro, sus hermanos sufriendo, sus lágrimas, su foto llorando, sus lienzos, sus tardes, todo está dentro. Cuando al saberme enfermo me dice quiero estar ahí y enfermarme contigo. Ahí la amo. Ahí la respeto cuatro veces más, porque me resulta valiente, dispuesta. La amo cuando dice que si es importante para mí lo es para ella. No, ahí suspiro antes de sorber la cañita del jugo de naranja. La amo cuando el viernes que no ha venido ella está cocinando conmigo.

No se ha dado cuenta, la amo. Y no se lo digo, quiero que lo sienta, que sepa que el amor no es una palabra, es una sensación; esa que hace que mi corazón empuje cual si fuera un ariete dispuesto a atravesarme. La pienso, la siento, la quiero. La amo.  

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