A veces creemos que en la vida, todo es importante, miramos los árboles, el inmenso cielo, los aviones, los cohetes, el mar, los barcos, los tiburones porque todo en su conjunto hace algo verdaderamente importante en nuestra vida.
Mi vida es una ventana cerrada, es íntima, es impenetrable, es mía. Mi vida es una cámara de constantes que en suma se llaman yo. Es una caja secreta, es un mundo alterno, un paraíso paralelo a quien decida bucear por todos mis escondites internos, para quien decide navegar para conocer mi verdadera entraña.
Soy una caja debajo del pavimento, un arca secreta, un libro antiguo, una lámpara o combustible encendido como un sol en una caverna.
Hay seres con brillo, pero hay ojos que no reconocen diferencia entre la lata y la plata, hay ojos que piensan que ambos son lo mismo. Hay ojos que piensan que la lata es más brillante que el oro porque su mirada está poseída por una codicia humanamente sublime que lo hace ver como un prodigio.
La caja donde habito es mi casa, es mi terreno cerrado donde voy libre, me sujeto a mi espacio cuadriculado donde me amparo de mis propias reglas, de mis propias argucias para ser feliz. En mi cuartel hay un arsenal de experiencias que me hacen invisible, perdón, invencible; porque cada recuerdo es un antibalas, una capa protectora y autodefensiva.
Y nunca fui malo, porque la maldad no existe dentro de la caja donde yo vivo, la maldad no existe, la maldad es un invento del egoísta que quiere ser el único feliz y que en un intento se condena a la infelicidad.
En esa caja de cuatro paredes, habito acomodado entre mis nubes. Abro la puerta de vez en cuando a un visitante dispuesto a tomar el té o quedarse a la tertulia nocturna de canciones sangradas, donde el dolor pueda convertirse en granitos de felicidad.
Cuando el visitante se acomoda en el sillón, la puerta empieza a cerrarse sola, como estrechándole una invitación a quedarse a romancear con sueños subreales, mientras el filtrante va tiñendo la taza con su color. De pronto llega el momento preciso de decirle quédate en mi jaula para acompañarme. Y resulta que pueda que aquel visitante no quiera quedarse más porque no vive en una jaula ajena a ese mundo donde yo aprendía a ser feliz.
Entonces seguro de su destino el acompañante viene los fines de semana, después de almuerzo, acomoda las almohadas en el sillón del gran salón de la caja, toma el té con sorbos lentos, canta las canciones de siempre y luego se marcha; así pasan los días, mi mueble se queda con su aroma al que transmino para creer que sigue ahí cuando ya se ha ido.
Es la magia de sus ojos lo que reconoce la lata de las paredes y ella piensa que está en una bóveda de plata brillante, sus ojos no son comunes y por eso mi puerta siempre está abierta para cuando viene a verme. Y cuando está tomando el té, yo cojo mi guitarra y le canto una canción, de esa que traspasan las paredes del alma, y ella a veces llora, quizá por la amargura del té, pero se queda en mi caja conmigo, algunas horas, algunos instantes, se queda para forjar la eternidad, con un abrazo plácido, ella viene, me besa y luego se va, pero entra a mi mundo cuando quiere, ella ama nada más.
Joseph Sánchez Horna
07/04/11
10 p.m. aprox.
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