Se trataba de caminar, nada más simple que eso. Estaba acostumbrado a soltar palabras mientras la acompañaba a la universidad, al parque de todos los viernes, a la cafetería, a la licorería de a cada rato. Siempre había que caminar, incluso cuando descansábamos echados en algún lugar, algo en nosotros andaba, algunas veces a trote, otras ocasiones un poco más lentos; pero nunca habíamos estado detenidos, como el reloj absurdo del abuelo. Hablábamos de todo, y los pies, seguían, seguían. Incluso dormidos sus pies no dejaban de jugar con los míos. Me gustaba sentir como quemaban sus muslos y jugaba con las blondas de la prenda que llevaba entre las piernas, pero sus pies eran toda la magia, acariciaban más que brazos de madre. Podíamos estar o no estar en algún sitio, siempre había un nuevo lugar, deambulábamos como libélulas en un paraje de flores relucientes. Siempre con algo que decir y con mucho que callar. Una vez le pregunté si había pintado algo con los pies y me aseguro que ...
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