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EL ASOMBRO DE MI MUERTE

Cambió el semáforo. Iván intenta salir a gran velocidad, pero el carro se detiene. Se escuchan las abusivas frases de los demás conductores que protestan entre el bullicio de cornetas y groserías. De pronto logra poner el automóvil en marcha. Siente que el auto se está recalentando. Pero el pisa el acelerador exigiéndole acortar la distancia a su destino. El olor que trasmina le indica que ya no da más. Empiezan a encenderse llamas lentamente. Después todo el auto está prendido incluyendo él. Era un Nissan Centra del 2007, un modelito como para escapar de juerga los fines de semana, tenía el color del verdadero lujo y el confort de una casa. El era un excelente ingeniero químico, trabajaba desde hace unos seis años en un gran laboratorio, Oren Lab. Tenía todo el dinero del mundo para divertirse y lo hacía de vez en cuando, con o sin amigos, el encontraba la manera de estar feliz. A veces jugaba Play Station con su mejor amigo. Otras oportunidades salían a beber con sus compañeros de trabajo y regresaba solo cuando todo el alcohol y su billetera habían desaparecido. Era de lo más normal y aunque muchos no le conocieron mujer sabían que tenía sus romances en algún hotelillo escondido en las afueras de la ciudad, con mujeres afortunadas que lo exprimían como a naranja.

Un jueves de abril, cuando el cumplía 32 años se levantó temprano, como siempre, todo parecía normal, fue al trabajo tarde y sin tomar desayuno como todos los días. Almorzó bien porque él sabía que debía mantener la energía para el resto del día. En la tarde, cuando él se disponía a salir, busco las llaves de su automóvil y no las halló en el bolsillo. Buscó en el escritorio, en todos los cajones, detrás del monitor, entre los folios de estadística, en la sala de análisis y no la encontró. Empezó a sentir un temor que lo estremecía al extremo de que el vértigo lo obligaba a acudir al baño. Salió como pudo y fue donde el estacionamiento. Su auto no estaba. Buscó por todas las ubicaciones, pero no había. Así que regresó al laboratorio asustado, con ganas de encontrar a algún compañero que le informase de cómo su carro se evaporó. Seguía nervioso e irritado, caminaba a zancadas llenas de furia, despedazando el piso como gigante incontrolable. El lugar estaba vacío. Se acercó hacia la ventana para ver si su carro había regresado al mismo lugar, pero nada de eso había sucedido. Al contrario el único Toyota que quedaba aparcado se disponía a salir, mientras el vigilante le habría la reja principal. Iván empezó a sentir deseos de llorar, porque no imaginaba haber perdido su auto, que él consiguió con demasiado esfuerzo.

Cansado de esperar que le devolvieran su auto al aparcamiento, decidió caminar hasta su casa. Aunque primero paso por un restaurant, pero estaba cerrado. Habían varios taxis circulando, algunos patrulleros, pero el resto de la ciudad estaba desolada, mantenía una luz crepuscular que ponía nervioso a Iván. Trató de entrar a una hamburguesería, pero también estaba cerrada. Empezó a sentir la rabia que despedaza las mentes cuando nada sale bien. Frustrado decidió tomar un taxi e ir directamente a su casa, tomar una ducha y ponerse a descansar lo más pronto posible. Estaba cumpliendo 32 años, era seguro que muchos de la compañía vendrían a buscarlo para festejar, sin embargo él había perdido todo apetito de goce.

Tomó el taxi, abrió la puerta con cuidado y se ubicó en la parte trasera. El conductor tenía una mirada decrépita, como si hubiese trasnochado una semana entera. Iván comprendió que eran gajes del oficio. Prendió un cigarrillo, que ya no estaba en una caja metálica como él estaba acostumbrado a mantenerlos. Este estaba maltratado y roto en la punta. Presa del nerviosismo lo fumó, lentamente, mientras pensaba en la rareza de toda la situación. Sentía un ardor en el pecho, un ardor nada común, que no le calmaba. Mientras el carro recorría las calles, él notó que todo el ambiente por donde transitaba había tomado un color grisáceo y no vió a ningún transeúnte deambular por alguna calle, los árboles estaban secos y cenizos, había mucho viento y polvo, por eso Iván decidió subir la ventana moviendo la manija desesperado y cubriéndose la vista con una chalina. De pronto una especie de piedra de carbón se le pegó en el ojo, pero no sintió nada en lo absoluto, solo una especie de mancha negra que no le permitía ver. Con sus propias manos se retiró el carbón del ojo y asustado empezó a pellizcarse las manos y la cara, pero no sentía absolutamente nada. Por un momento consideró haber consumido algún estupefaciente sin darse cuenta, o quizá haberse bebido el contenido de algún tubo de ensayo, o simplemente haberse contaminado con algún tóxico del laboratorio.

- Y usted, me parece que está fresco; le dijo el chofer con voz taladrante que revoloteó en la mente de Iván, con algunas risitas en tono sarcástico.
- ¿A qué se refiere?, preguntó sorprendido.
- ¿Ah, es que aún no lo ha notado? Bueno, se lo diré, lo que pasa es que usted está recién muerto, jajaja, es más le diría que usted ni siquiera se ha dado cuenta; le aseguraba el conductor.
- Pero…; dudaba, porque pensaba que esto podría ser una broma de sus amigos.
- A todos nos pasa, no se preocupe, cuando uno muere ni cuenta se da que ya dejo de vivir; le aseguró el conductor.
-
Creyendo que todo esto se trataba de una broma Iván, prosiguió haciéndole preguntas al conductor, mientras concatenaba sus pensamientos con la realidad que empezaba a sentir. Cuando llegaron, el conductor se apresuró a cobrarle, pero él ya tenía el dinero listo. Cerró la puerta del taxi, tembloroso y avanzó pisando lentamente para darse cuenta que sus pisadas dejaban algunas huellas en el cascajo y el crujir de las piedras le aseguraron que aún tenía probabilidad de existir. Abrió la puerta empujándola de la manija mientras esta rugía apolillada los ciento ochenta grados que soportaba el umbral. Ingresó al inmueble y disfrutó de las fotografías que permanecían colgadas en la pared. Incluso las tocó para cerciorarse que no era une película ficticia producto de la sugestión. Luego subió directo a su habitación, oía el sonido de cada grada que acogía cada pisada que Iván avanzaba. Apenas había ingresado a su habitación, prendió su equipo de sonido poniendo música de ópera, melancólica, pero su música preferida que él utilizaba para inspirarse al escribir poemillas. Luego se desplomó sobre la cama boca abajo. Cerró los ojos y respiró profundo varias veces. Se sentía pálido y ofuscado. Aún podía trasminar el olor suyo que había quedado impregnado en el cubrecama. Se quedó dormido algunos minutos y cuando despertó pensó en que sus amigos no demorarían en visitarlo para celebrar su cumpleaños. Se apresuró a desvestirse y mientras se quitaba los pantalones notó que su piel tenía un tono grisáceo y sus uñas eran blancas como la leche, incluso las arrugas de su piel tenían un color plateado brillante. Sin darle mucha importancia, se metió a la ducha y puso el cuerpo bajo la regadera; pero se sorprendió que los chorros de agua rebotasen de su cuerpo. Así como cuando cae agua sobe la cera. Aún así le pareció divertido y cosquilloso recibir millones de gotas azotando su espalda y refrescando su cuerpo pálido y tiznado. Se secó las pocas gotas que mantenía prendidas en la piel y se vistió elegante. En algún momento se desesperó al no encontrar todas las cosas en su lugar. Lustro sus zapatos beige con suma delicadeza hasta alcanzar ver sus dientes reflejarse en el cuero brillante. Se perfumó varias veces agitando el líquido entre sus manos y posteriormente pasándosela en el rostro pausadamente.

Estuvo sentado en el filo de la cama, mientras escuchaba una melodía “La muerte de la doncella” de Franz Schubert. Sentía frío y decidió arroparse. Al verse solo decidió bajar a la cocina, previamente subiendo el volumen para oír su sonata preferida en todos los rincones. Al estar en la cocina se desanimó de todos los planes de preparar los tragos y atinó a prepararse un café, al que solo le dió un sorbo aturdido por escuchar estacionarse un automóvil en su aparcamiento. Ingresaron cuatro personas con ternos negros empujando un bulto envuelto en polietileno, con la cabeza arrastrando. El llanto de una mujer de aproximadamente 28 años que estremecía con eco las cuatro paredes de la sala. Empezaron a llorar. Alfonso, que era su hermano mayor subió por una sábana apresurado entre lágrimas mocolientas que limpiaba con las mangas de su saco. Alcanzó la sábana blanca con dos rayas celestes a Flavio y entre los dos prepararon la mortaja para el bulto desfigurado y maloliente que yacía tendido sobre la alfombra de la sala.

Iván se acercó estupefacto a observar la terrible escena. No llegaba a comprender ni una pizca de toda la ensalada de acontecimientos que transcurrían en esos instantes. Los demás continuaban con los atavíos del difunto ignorando la preocupación y desentendimiento de Iván. La mujer que se contorsionaba vociferando gritos desesperados maldecía los momentos en que todo había sucedido. Decía.

- No debí dejarlo ir en ningún momento, él no se merecía nada de esto; decía con voz entrecortada y quejumbrosa.
- Ya cálmate, mira que todos tenemos dolor en el alma; protestó Alfonso intentando calmarla.
- Pero si yo no le hubiese reclamado nada el no hubiese tenido nunca que subirse al carro y manejar como loco, es más, yo no quería, yo no quería…; repetía desmoronándose de dolor.
- Sucedió lo que tenía que suceder, nadie sabía que el carro tenía daños… No es culpa nuestra todo fue cosa del destino; aseguró otro de los presentes que se ofreció a calmar a la mujer.

Iván comprendió que él era la razón de los llantos de los presentes y asustado se votó encima de su cuerpo varias veces intentando el mismo reanimarse, o mejor dicho volver a vivir. Dándose respiraciones de boca a boca, pero ya nada se podía hacer. Su cuerpo se mantenía inerte y él no podía regresar ni mucho menos recibir la congoja y el abrazo de quienes lloraban su muerte.


JOSEPH SÁNCHEZ HORNA

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