Cada pasaje tiene su música, sus arpegios, sus
conjugaciones, sus apariencias, sus aromas. El ritmo circense retumbando entre
la confusión de los aplausos en que el equilibrista sobrevive a su insania. El
calorcito tierno chamuscando las tripas de los cobardes, el reviente de las brasas
enrojecidas sancochando la carne del narrador de cuentos que permanece obnubilado
en su hemisferio surreal frente a la orilla del fogón. La magia de sus historias
tiene un retumbe como de ultratumba, las nueces también sancochadas se sienten rancias, el narrador las mastica sin
saborearlas, no se detiene. Y el fuego arde que arde, como todo. Y el carbón
naranja reventando chispas doradas, amarillas y azules, las cenizas sonrojadas
por la fiebre. El cuento cada vez más profundo más raspante. El viejo inventa
lagos cristalinos donde algunas musas salen a bañarse antes de ocultarse el
sol, detallaba con ademanes mímicos los gestos de ellas jugueteando con el
agua. La suavidad de su voz hace visibilizar y sentir la nostalgia con que una
tarde abrigada suele convertirse en noche fría, como los muebles se humedecen
con el tiempo y llegan a pudrirse en la soledad.
El cuentista, inseparable amigo de las nueces y el café esconde una historia, una que le retuerce el recuerdo, que lo condena a la somnolencia y es la historia que aún no sabe cómo ha de empezar. El fuego aún atizado más que abrigador es calcinante y el hombre suda sin dejar de narrar. En algún momento toma su guitarra, la abraza, la acaricia y desprende algunos arpegios sin armonía, y recita quien sabe algún poema que algún día aprendió y que no puede recordar, pero lo siente. Su mirada triste reflejando el baile alocado del fuego habla por sí sola y cuenta una historia que sus palabras no pueden, se siente como un nudo, como si las tripas ya deshechas rasguearan con más ímpetu que sus propias manos, sorbe café dejando sus labios húmedos y continúa, porque el narrador, este narrador, necesita contar un cuento que no sabe cuál es, y lo escupe como si se tratara de un animal encerrado en su vientre.
Remueve las brasas con su bastón y luego sorbe otro poco de café, el mismo que al adentrarse en el cuerpo de un viejo ya decrépito, cansado reduce toda posibilidad de insomnio y la historia se acaba. Las brasas que repicaban con entusiasmo fueron apagándose mientras el viejo inicia su historia en su sueño.
El cuentista, inseparable amigo de las nueces y el café esconde una historia, una que le retuerce el recuerdo, que lo condena a la somnolencia y es la historia que aún no sabe cómo ha de empezar. El fuego aún atizado más que abrigador es calcinante y el hombre suda sin dejar de narrar. En algún momento toma su guitarra, la abraza, la acaricia y desprende algunos arpegios sin armonía, y recita quien sabe algún poema que algún día aprendió y que no puede recordar, pero lo siente. Su mirada triste reflejando el baile alocado del fuego habla por sí sola y cuenta una historia que sus palabras no pueden, se siente como un nudo, como si las tripas ya deshechas rasguearan con más ímpetu que sus propias manos, sorbe café dejando sus labios húmedos y continúa, porque el narrador, este narrador, necesita contar un cuento que no sabe cuál es, y lo escupe como si se tratara de un animal encerrado en su vientre.
Remueve las brasas con su bastón y luego sorbe otro poco de café, el mismo que al adentrarse en el cuerpo de un viejo ya decrépito, cansado reduce toda posibilidad de insomnio y la historia se acaba. Las brasas que repicaban con entusiasmo fueron apagándose mientras el viejo inicia su historia en su sueño.
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