Ahora no recuerdo con exactitud cuándo fue que conocí a Luján,
solo recuerdo que un día imprevisto lo vi metido en mi casa acompañando a
Segura (uno de los músicos por qué no, más carismáticos del medio trujillano).
Luján, de aspecto bastante holgado y sencillo, con una barba, en ese entonces
rala y oscura, ojos despiertos, nariz de reno y pelo erizado. Sus gestos
poseían ciertas características bonachonas, siempre agradables; de manera que
no le fue complicado involucrarse con el grupo. Con el tiempo se transformó en
un personaje entrañable, de pronto ejemplar. Solía ser el más puntual, el
malabarista de los instrumentos, cambiaba sin chistar entre percusión, cuerdas
y su voz extremadamente viril con la que jugábamos cantando casi de forma
gutural la frase “tu voz me da miedo”. Alguna vez ebrios, lo vi disertando con
Martínez sobre la diferencia entre un travesti, un gay o una lesbiana y sus
derechos. Luján me parecía de lejos siempre el más sensato, solidario y hasta
el más dulce y sensible.
Meses después Luján se había convertido en un personaje especial,
por qué no el más especial de todos, un amigo. Sentía que me conocía, que me
apreciaba de alguna manera, que siempre tenía tiempo para hablar. Algunas veces
los tres, es decir acompañados de una guitarra y en otras ocasiones los tres,
acompañados de Tulsi, que es casi lo mismo; pasábamos tardes o parte de alguna
noche hablando de cultura, política, filosofía, arte, de nuestras cosas, de
algunos recuerdos que aún nos parecían cercanos. En algunas ocasiones intentaba
dibujar su rostro, pero siempre fue complicado, no porque el careciera de
cierta línea estética, sino tal vez porque mis manos aún no tejían los hilos
necesarios para componer su rostro distraído, su mirada de Elmo. Pero casi
siempre le hablaba de ella, de sus últimos arrebatos, de mis intentos carentes
de todo, de nuestros últimos encuentros imprevistos y desprovistos. Luján
siempre fue un buen consejero, conocía a Lidia de lejos, pero tal vez lo
suficiente por todo lo que le contaba, a veces como quejándome, otras entre
feliz y otras como desanimado o furioso. Cuando hablaba de ella, Tulsi casi
siempre desaprobaba mis nuevos relatos y a veces soltaba frases como
advirtiendo que Lidia terminaba por caerle mal.
La última vez que vi a Luján íbamos probablemente hablando de
ella, como ya se nos había vuelto costumbre en casi todas nuestras salidas, el
quizá acostumbrado a la misma historia pero con alguno que otro matiz, que
podría según yo, hacerlo creer que se tratara de algo distinto o premonitorio a
la felicidad. Siempre asentía atento a todas mis revelaciones y en escasas
ocasiones apenas preguntaba algún dato como para configurar en su mente las
novedades y ubicarlas en la línea de tiempo de todos los capítulos contados y
los que aún faltaban revelar. Luján llevaba una especie de rama seca a manera
de báculo, era lo suficientemente gruesa y alta como para soportarme colgado en
la parte superior como si fuera un koala aferrado, soportando el vértigo de la
sensación de caer. Él parecía no incomodarse ni por el peso, ni por la escena
descabellada que acabábamos de montar. Habrase visto tamaño equilibrio, se
decía para sí mismo. Me divertía ver su actuación como equilibrista. En ese
momento Luján vestía un traje casi carnavalesco para el momento, parecía un
ciudadano escapado de Levítico, con su barba acordonando su mejilla aún
infantil.
El ambiente que recorríamos, se tornaba caluroso y desértico,
sobraban los tonos tierra encendidos, amarillos bastante cálidos y una
sensación de polvo alumbrado por la incandescencia del sol. Luján entretenido
equilibrando su báculo, levantaba la mirada de rato en rato para asegurarse que
aún permanecía sujeto, yo en cambio me veía rozando los techos de las casitas
levantadas en aquel espacio, divisando con un estremecimiento casi pueril el
brillo que refractaban las baldosas amarillentas de los tejados. Él con ánimos
de jugar me daba vueltas y vueltas como malabarista del plato chino, sentía el
aire empujar mi pelo (entonces muy largo) hacia atrás. De improviso dirigí la
mirada hacia el suelo, reconocí un barril grande bajo mis pies. El extraño
cilindro de madera poseía un sello de color marrón oscuro donde se alcanzaba a
leer claramente “Chesterton, October 1893”, estiré la cabeza como para observar
su contenido, Luján me acercaba sin dejar de girar su báculo y pude ver a
cientos de minúsculos pececitos de colores y panza blanca esparciéndose por
todos los espacios del barril Chesterton. De pronto, de manera sorpresiva una
víbora se traslucía en el brillo de las aguas y emergió irguiéndose con cierto
aire aterrador, asaltándonos con ojos despiadados. Luján parecía no inmutarse o
tal vez desmerecía toda acción de amenaza. De un brinco me despegué del báculo,
del barril y de Luján, quien no paraba de reír, se acercó hacia el barril
Chesterton y tomando algún pez lo lanzó como proyectil hacia mí, yo sin dejar
de reírme le devolví el pececillo, quién terminó perdido en algún pliegue de su
sotana. Avanzamos un poco más hasta ubicarnos en la puerta de mi casa, el me
miró como preguntándome si nos animábamos a entrar.
Entramos riendo, con cierto sobresalto de extrema felicidad y
emoción. La casa recién alquilada no era muy amplia, pero daba la sensación
como si lo fuera, porque todo cabía en su lugar. Aún podían verse restos de cajas
repletas de trastos de la mudanza dispersas a lo largo del pasadizo de ingreso,
las pinturas aún cubiertas se apoyaban en las paredes aguardando establecerse.
A diferencia de la calle, en este espacio trascendía una luz tenue, insuficiente
y muy azul, parecía un amanecer bajo el mar. Luján daba pasos lentos como quien
descubre una caverna repleta de joyas (Siempre hubo una estrecha relación entre
Tulsi, Luján, las mudanzas y yo) señalaba adivinando cual era la pintura
envuelta en cada bulto sin equivocarse. Al culminar el pasadizo, Luján se
dirigió a la derecha, tal vez emocionado por descubrir mi última pintura, se
trataba de una mujer de piel oscura, arrodillada sobre una alfombra púrpura
rodeada de rosas secas de diversos colores,
sedienta de sí misma, de rostro adormecido, llevándose a la boca sus
vísceras ensangrentadas y manchadas también de diversos colores. En ese
trayecto Luján se perdió.
Yo en cambio me dirigí hacia la izquierda del pasadizo, dónde se
encontraba ubicada mi habitación aún desarmada. La luz azul llenaba todos los
espacios. Por un momento me entretuve pensando en qué comentarios haría Luján
sobre mi último lienzo, al que yo veneraba una vez más como lo mejor que había
podido crear hasta el momento. Me había entretenido incluso imaginando el
rostro que pondría cuando le diría: “puedes llevarte el cuadro”, tal vez pondría
su cara de incertidumbre y me preguntaría y repreguntaría si estaba o no
seguro. No me había percatado de la presencia de una figura escondida entre la
oscuridad azul del espacio, parecía tratarse de un maniquí apoyado en la pared
con una actitud tan parecida a la de una niña castigada, con la cabeza
inclinada y el cuerpo níveo, totalmente desnudo, con un rostro angelical y
hermosos ojos teñidos por el azul del espacio. Sin afectarme por la nostalgia
atrapada en ese clima frío, me quedé paralizado para mirarla sin ninguna
intervención. La oscuridad la hacía relucir a tal punto que al verla entera
acercarse lentamente con su timidez de siempre, noté amplias semejanzas a La Venus de Sandro Botticelli. La misma
figura, su rostro extrañamente parecido y azul, con la misma melancolía, como
si la venus flotara en las inmensidades del fondo del mar. Era lidia, quien se
había aproximado como una niña cuya ternura rebozada en sus labios, en su pelo;
con una fragancia extraña pero que al trasminarla recorría todos los lugares de
mi ser hasta adormecerme en un trance sublime. No pude darle ni un gesto, ni
menos pude pronunciar alguna palabra que la hiciera sentirse bienvenida. Solo
sé que nos miramos con la misma extrañeza de siempre, como si nos conociéramos,
nos gustáramos tanto y alocadamente.
Para quitarme esa alucinación imprevista sacudí mi cabeza
esperando no ver visiones, incluso me detuve a creer que podría tratarse de una
escena onírica a la que los artistas recurrimos para inspirarnos, pero no era
así. Las voces de Luján y Tulsi se acoquinaron en mi cabeza como disparos, reiterando
la historia que siempre solía contarles sobre Lidia, un amor intermitente,
deleznable, sin sosiego. Di una vuelta con la mirada apuntando al piso para no
ceder a sus encantos, luego busqué llegar hasta la cama y me dejé caer con los
ojos cerrados para morir sin verla. Ahí me entretuve una eternidad divagando en
la magia de mis sueños que se entretejían inexplicablemente en situaciones
completamente ajenas.
Un ruido interrumpe mi sueño. Costó mucho despegarme de ese
viaje en el que me veía disparando en varios momentos a la espalda de una mujer
desconocida, quien corría sin dar señas de verse afectada por las balas que
agujereaban sus costillas y destrozaban sus vértebras. El ruidito era causado
por Lidia, a quien pude ver aun desnuda,
frágil e inquieta intentando reparar alguna pieza de su computadora con un
destornillador. Ella siempre buscaba arreglar sus cosas, jugaba a ser
independiente, auténtica y autosuficiente, pero solo se trataba de eso, de un
juego, su juego. Cuando terminó de reparar su computadora, la ubicó sobre el
escritorio donde se encontraba también mi ordenador y enredándose entre los
cables terminó apagando todo el sistema. Hizo un sonido como si se reclamara a
sí misma y a la vez disculpando su torpeza. Al descubrir que su computadora no
lograba funcionar, quiso retirarla otra vez y en el intento los cables se
trabaron en los fierros del escritorio, el tirón pudo haberse traído abajo los
equipos del escritorio de no ser que logré levantarme y sostenerlos a tiempo.
Lidia que parecía sonámbula o embrujada, hizo un gesto de reprobación hacia sí
misma, hasta intentó decir algo pero se desanimó. Dejó su computadora sobre un
armario cercano y se devolvió mirándome con ojos cada vez más dulces, con una
sonrisa que invitaba a quererla; pero por más inquietud que tuviese me quedé
inmóvil otra vez.
Fueron muchos los minutos que nos quedamos mirando, yo no los
sentí pasar pues en algún momento recordé cuando meses atrás recién instalado
mi taller, terminaba de pintar uno de mis óleos más tristes “la sangre de las tristezas”, dónde las
huellas de lucha de un hombre para sobreponerse a una asfixia y la cuerda son
el único elemento del lienzo. Ella apareció así de insospechada como en esta
ocasión, descendiendo unas amplias escaleras que conectaban mi habitación con
el taller. La luz que en aquel verano era muy fuerte le creaba una
luminiscencia áurea a todo su contorno, su rostro puro e iluminado ocupaba todo
el espacio. Cuando volví en sí, ella no dejaba de contemplarme como si el amor
le invadiera. De forma súbita y sin perder la ternura en sus ojos bonitos, ella
extendió su mano con delicadeza hacia mis piernas, tímidamente acarició mis
muslos de abajo hacia arriba una y otra vez hasta encontrarse con su juguete preferido.
Su mirada no se alteró en lo mínimo, me quedé quieto como dejándome asaltar.
Ella jugaba como juega una niña, no deja de acariciar mi parte y tampoco de
mirarme; yo pude sentir sus movimientos y tal vez como sus latidos se aceleraron,
su respiración y su pecho se hincharon como si no pudieran resistir más su
deseo. La tomé de los hombros y la alejé delicadamente, sin dejar de mirarla,
sus ojos tintinearon como infelices, no pude abrazarla siquiera con alguna
palabra que explicase mi sentir.
Un ruido interrumpió nuestras miradas. Luján se quedó tal vez
absorto mirando el cuadro de la mujer que acababa de pintar, pudo ser que lo
analizaría profundamente, que incluso no considerara que fuese mi mejor obra, sin
embargo no me lo diría jamás. Una voz distinta a la de Luján me llamaba desde
una de las habitaciones aledañas al taller. Se trataba de Faustino Lessmaro, un
poeta venido a menos con quien compartimos departamento durante los últimos dos
años de arte y bohemia, tampoco era visto con buenos ojos por Tulsi y Luján,
pero siempre terminaba compadeciéndome de él, aportándole con los gastos de
alimentación y la vivienda que sostenía con los cuadros que iba vendiendo a lo
largo del mes. Lessmaro sabía sacar provecho de mi buen corazón, de mi amor por
las letras y aunque pasábamos meses de no hablarnos siempre volvíamos a
juntarnos y beber pisco con finas hierbas mientras recitaba alguna nueva
publicación. Podía haber sido mi amigo, pero Faustino Lessmaro no fue más que
un aprovechado a quien cobijaba a cambio de que cuidase el taller mientras
realizaba un viaje fuera del país o acaso cuando simplemente decidía perderme.
Lessmaro me muestra un comunicado que la dueña de la casa había dejado a
comienzos de la mañana, en el que pedía que por favor retirase a Lessmaro de la
casa porque el humo de cigarrillo transitaba por el tragaluz hasta invadir el
segundo piso, tornándose insoportable para sus familiares, que ella ya había
bajado a reclamarle al mismo Faustino Lessmaro, quien probablemente en su vuelo
propio creado por la cannabis había expulsado a la propietaria con gestos
obscenos y groserías. Le reclamé también a él, desfogando toda mi rabia
contenida a lo largo de la convivencia y salí de la habitación tirando la
puerta.
Cuando volví a la habitación esta lucía mucho más iluminada, sin
perder su tonalidad. Lidia se encontraba tendida en la cama dormitando
plácidamente, siempre desnuda y reluciente, tomé un retazo de tela de lienzo
que fue lo más cercano que encontré y la tapé desde el pecho hasta más abajo de
la pelvis. Su respiración esta vez se notaba calmada y a ratos giraba la cabeza
como buscando comodidad sin hallarla. Pensaba en Luján, en qué haría dentro del
taller durante todo este tiempo, ¿le habría impactado tanto el cuadro de la
mujer arrodillada? O tal vez se encontraría con la guitarra cantando alguno de
esos apacibles temas de “Los tres árboles” o revisando mis últimos catálogos de
la exposición de Medellín o la de Casavalle en Montevideo. Pensando en
mostrarle mis últimas adquisiciones fui a por unos lienzos que había trasladado
con mucho cuidado, eran medianos forrados con papel crepé y recubiertos con
cartón, ambos muy valiosos para mí. Se trataban de dos ejemplares de Ivailo
Nikolov que un ladrón de piezas de arte trajo junto a varias obras de artistas
desconocidos y que habían terminado costándome una inmensidad, pero que sabía
que de presentarse una ocasión parecida hubiera vuelto a descontrolarme por
esos cuadros.
Cuando regresé a la habitación, la dueña de casa extrañamente
parecía haberse hecho muy amiga de Lidia a quien acompañaba mientras dormía
intacta cubierta por el lino blanco. Observé que entre Lidia y la arrendadora
de rostro gentil había un hermoso bebé envuelto en un abrigo blanco del que
solo se podría visualizar su rostro rosadito y perdido también en un sueño muy
parecido al de Lidia. La señora no dudó en tocar el tema de Lessmaro, aduciendo
que este era un malcriado con actitudes pandilleras y que andaba en fechorías
con unos tipejos del barrio que venían algunas madrugadas a despertarlo
mediante silbidos a los que el poeta nunca se negaba, resaltó también que no
debía soportar que abusaran de mi confianza de esa manera. Sin dudarlo más la
señora tomó al bebé y antes de retirarse me pidió que retirara a Faustino
Lessmaro del departamento aclarándome que ella solo buscaba mi bien, que le
parecía un buen muchacho. A esto no respondí siquiera con un gesto, terminé de
descubrir los hermosos paisajes de mar de Nikolov y me dispuse a ir al taller
para mostrárselo a Luján, quien podría incluso haberse quedado dormido mirando
a la mujer arrodillada del lienzo, o tal vez se encontraba aun cantando
canciones de Espinetta con su voz siempre gruesa. En el trayecto caigo en la
cuenta que uno de los lienzos no es de Nikolov y regreso a la habitación para buscar
la otra pintura; al entrar me encuentro con Lidia aún tendida en la cama, con
el lino de lienzo recogido, dejando libre su pronunciada pelvis. Fue algo
inesperado, roñoso lo que encontré en ese momento. Se trataba de Faustino quien
permanecía mirando el pubis de lidia y mecía sus manos dentro del pantalón
masturbándose asquerosamente frente a ella.
No sé ni cómo pasó, tuve unos segundos donde toda mi visión se
puso enteramente blanca y un olor a sangre y ardor se acogía en mi nariz. De
pronto me vi convertido en un animal, tenía a Lessmaro sujeto de la nuca y sin
darle tiempo empecé a estrellarlo, primero contra la pared, luego contra alguna
mesa aledaña, luego vi su rostro impactando contra la ventana, los cristales se
pulverizaron llevándose parte de su rostro, salpicado de sangre no pude
detenerme en ningún momento, aunque recuerdo que hubieron algunos segundos
donde logró soltarse e hizo algún ademán como si fuera a responderme con un
golpe, pero no le di ninguna tregua y volví a estrellarlo contra la ventana
continua, contra la pared una y otra vez con rabia insaciable, como si todos
mis demonios se hubieran sumado eufóricos a aniquilar a Faustino. No pude
detenerme. Lidia no despertó para evitar de alguna manera el ataque, se mantuvo
en su letargo hasta un buen rato en que descubrió el cuerpo tieso del poeta;
mientras yo con la respiración incontrolablemente agitada y los latidos pateándome
el pecho, con la boca amargando, y los ojos aún furiosos observaba el hermoso
horizonte de mar púrpura de Nikolov que yacía en un rincón con salpicaduras de
sangre. Luján tal vez seguía contemplando la expresión de la mujer arrodillada
comiendo sus propias vísceras y Lidia en silencio no pudo concretar algún gesto
o palabra.
Comentarios
Al principio la historia es algo lúdica, pero luego empieza a tomar velocidad... hasta salirse de control. Y el viaje era ya muy fuerte y misterioso.
Finalmente, en la cima de la historia encontré el estallido de emociones en el que culminó inesperadamente aquello que empezó como jugando.
Gracias por compartir. Siempre gracias por compartir :)