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Recuerdos inamputables...

Qué podemos decir ahora, tal vez solo optemos por silenciarlo todo, pueda que en ocasiones como esta el silencio diga mucho más, lo presiento, incluso cuando me niego a escribir. Hay cosas que nunca van a poder explicarse, como por ejemplo ¿Por qué yo soy yo? O tal vez por qué no soy aquel, o tal vez este otro. Quién pudiera explicar por ejemplo por qué la vida o por qué la muerte, por qué sobrevivir. No podemos decir nada. No tenemos respuesta. Muchas veces hay que aceptar leyendas estúpidas para complacer las búsquedas y otros se oponen al deseo de encontrarse. Otros argumentan incluso que pensar y mucho más aún verter alguna opinión es dañino. No pienses te dicen. Me pregunto si se puede prescindir del pensamiento.  A mi córtenme las piernas, los testículos, pero no me priven de toda posibilidad de sueño. No solo por la magia onírica que se ensaya en lo profundo sino  también porque me importa recordar, pensar en la mujer, en el abrazo, en las palabras que oculté en el pensamiento, lo que la saliva hundió, lo que el tiempo no puede llevarse. Que podemos decir ahora, nada. Quizá solo eso, que el voto es el silencio, la calma absoluta.

¿Te has preguntado acaso por todo lo que has callado? La cobardía suele someternos de modo que la lengua se atrofia, el corazón también se atrofia y así también le siguen las manos, la vida, la razón. He callado varias veces. Lo lamentable es que suelo hablar demasiado, pero nunca lo importante, solo hablo, como para desahogarme; como para expulsar todo lo que se cocina un poco más abajito del pecho. Casi siempre no resulta, debo recurrir a la guitarra y ahí abrazándome a las cuerdas puedo introducir mis manos hasta el fondo, ahí donde nadie ve nada, donde solo se siente. Entierro las manos rasgando con las uñas las paredes de lo etéreo y ahí, donde la nada se solapa con la nada, arranco de raíz la mierda acumulada y la arrojo hacia afuera. Arrancar desde el fondo siempre duele. Cuando me doy cuenta, me detengo y regreso a mí para pensar que en ese momento habló todo mi cuerpo, no solo mi voz con las letras de Aute, no solo el unicornio azul jugando a desaparecido, sino todas mis células.

Cuando siento que mi voz se ha vuelto hacia el silencio y el nudo en la garganta me aplasta el cuello, siento que me desvanezco. Regreso a los momentos en que pude escuchar, no hablar, solo escuchar y regocijarme en la maravilla que significa sentir su algarabía por la nada, su entusiasmo por el todo y me abstuve de hacerlo. Mi mente viaja, por eso digo, córtenme todo, hasta la lengua, pero por favor, que mi mente no se desvanezca. De lo contrario no podré volver a la casucha que construyó mi padre en Sixto Balarezo, donde él construyó el trombón de tubos con un profesionalismo indescriptible, utilizando piezas plásticas que imitaban al detalle las partes de un trombón, la campana de un bidón de aceite correctamente moldeado en forma de embudo, el cilindro transpositor con tapas de balón de gas cubriendo un par de lapiceros. Una ingeniería prodigiosa en manos de un niño de ocho invitando a soñar a su hermano de seis. Incluso sería terrible olvidar lo que pasó cuando el trombón había concluido, él se cortó el dedo con la navaja del abuelo y no encontró mejor salida que hacerse un torniquete con un calzoncillo sucio de color celeste. Lo recuerdo como si estuviese parado bajo ese umbral, junto al Pepe. Él sobre la cama aguantándose el dolor que fue menor a la paliza posterior que recibió por usar la navaja del papi Feli.

Si me cortaran el recuerdo y el pensamiento no podré volver, sería injusto. ¿Te imaginas no poder volver a la lira de piezas de palmera? Al botellófono donde se pudrieron las ratas tratando de sorber una pisca de agua, las espaditas y las batallas sobre el paraíso del Junco, que el descubrió luego de desmoronarse la pared. La miseria, donde se nutre la felicidad más limpia, más pura, más sincera. Cuándo alguien me pregunta sobre quién soy, yo lo confirmo: “Soy un poco de él”. Perdónenme si ahondo mucho en esto, pero es que jamás hubo tantas versiones posibles de “los tres chanchitos” que si Walt Disney hubiese aterrizado por el año 1933 le hubieran comprado todas las opciones de las historias. Solía jugar con su nariz, en ese tiempo aún no realzaba su tamaño, pero había una canción tiernamente estúpida que ahora me hace llorar: “Ñaño ñiño, ñiño ñaño, ñiño ñeño… nano ñiño”. Si me quitaran el recuerdo tal vez pueda olvidar cuando el cuento se hizo extenso y ambos sucumbimos a la profundidad del sueño y amanecimos en medio de la humareda y los plásticos desechos. Aun así ese recuerdo es más que bueno, permanecimos juntos embadurnados de ilusión, dispuestos entre figuritas de cuentos en nuestras cabezas.

Que podemos decir ahora, queda claro que nada. Si varias veces callamos ambos. Y nadie dijo te quiero, y nadie abrazó a nadie, ni siquiera por la memoria del sufrimiento en comparsa, ni por el “llorando se fue” en el velorio de la Mateíta. Puedo ser mudo pero no deshonesto. Sé que la genialidad ha sido almacigo en su corazón desde los días adversos hasta los encumbrados. Él siempre va a reir, siempre hay un chistecito para solapar su tristeza o alguna canción de amargura para revelarse y al fin descubrirse sin pudor ante la marea de seres que lo adoran. Yo lo conozco y sé de su locura, de su frenetismo por la libertad, de sus deseos de vivir y surgir sin incrustarse. Ahora ambos somos flacos, pero el sigue con la amplitud nasal, se las huele todas. El taba loca es un hombre nuevo, un ser recreado. Sin pansa. Su corazón tiene un latido diferente, ya no tan a metrónomo, ahora es más a música. Giulinio tiene sus brazos hechos una guitarra, su cabeza es un tambor macizo y su estómago es un acordeón, todo ello flotando por la inmensidad que él mismo crea, a la que llama melodía. Yo lo he visto desmoronarse en el bordoneo de sus cuerdas, lanzando palabras puras, destiladas: “Dejo un amor en carretera, se fue llorando se fue sufriendo”. Lo he visto cerrar los ojos y encontrar a su madre sentada a los pies de la cama llorando como si se hubiera ido una parte de su vientre. Ahí el tiempo se hace largo y no tenemos nada que decir.

Tal vez sea gracias a mi mente, a mi recuerdo, a todo lo que me hizo hombre, a cada instante inmortalizado al fondo que ahora amanecí con una sensación inmensa, indescriptible, quería decir te quiero y pensaba en él, en su magia, en los ponchitos colorados y “cuando baje de mi tierra con poncho y sombrerito”. Solo recordé. Las tardes en las Hermanas de la Caridad, colgados sobre el higo, correteando por el pasadizo, lanzándole proyectiles de galletitas escolares a la loba desdentada, las canciones, la melódica alemana que trajo mamá, la guitarra que soñamos con pintar y nos devolvieron rota, tu correa de clavos doblados, como te doblabas para cortarte las uñas con los dientes, la fiebre de los peces, las empachadas con harina del norte. La famosa hazaña de “mamá no fui yo, fue el Joseph” que escribiste en la pared con el labial de la má. No puedo olvidar la vez que tuve que fingir un tremendo golpe en la rótula para darte tiempo de esconder las revistas porno. Hay más, mucho más. Todas las historias son grandes.


Hay recuerdos suficientes hermano, para demostrarte que siempre estás en mi pensamiento, y ahora luego de varios años de haber sido adoptado por el silencio me atrevo a decirte con todo el desprendimiento, que te quiero. Te agradezco por haber impulsado a hacer paraísos en mi imaginación. Queda claro que no hay nada más que decir. Un fuerte abrazo bastará.

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