Muchas veces me he preguntado cómo es que los artistas logran
encumbrarse en niveles insospechados de aprecio por su público. Esta vez me he
convencido de que la pasión juega un rol primordial en la vida de los
sensibles. Lo pude notar, en el contagio casi viral que ocasionan los
bailarines de marinera. Claudia con su majestuosidad, su finura y belleza;
Javier con su garbo, salero, gracia y empuje. Inician su ingreso en ese coliseo
abarrotado de apasionados, despiertan el aplauso y el caluroso aprecio de su
público que los recibe de pie, esperando recibir de ellos su mejor baile.
No había tenido la oportunidad de acercarme tanto a ese
mundo, a ese mar de apasionados reunidos en un solo espacio, para deslumbrarse
con el vibrar del baile y los bailadores. La pista calcinante por el castigo
afable del sol, el agua escasa, las caritas nerviosas de los infantes, el buen
augurio del vendedor de discos y escapularios que sonríe y contagia de su buen
ánimo mientras fuma. La niña que deslumbra con un maquillaje impecable y se
entretiene en su Gameboy como antesala a su presentación. Las matracas
gigantes, cornetas, el ruido efusivo,
las madres, los hijos, las blusas, las camisas, el talle, las fajas, los
hermosos sombreros, sudor, ganas y alfileres. Me sentí como descubriendo un
planeta de hobbits superdotados en las danzas costumbristas más resaltantes del
siglo XXI.
Hubo más oportunidades para conocer de cerca este contagioso
mundo de la marinera, que es mucho más alucinante que lo que Claudia siempre
contaba. Pero ya sabemos que una cosa es que te cuenten y otra cosa es que lo
vivas y luego tú mismo te atrevas a contar lo que viste. Siempre vi parejas
romancear zapateando al ritmo del bombo y la tarola. Serpentear con giros
precisos sin perder la fijación de la mirada, sonreír y juguetear mimosamente.
Encontrarse con los quiebres de cadera estilizados por los recovecos de las
faldas brillantes. El sombrero que protege y advierte, acompaña y solapa
pedacitos tiernos de romance, el zapateo rítmico que coordina con las melodías de
la banda y saca chispas del suelo con el zapato reluciente, dando el matiz
emocional a punta de brincos en esa intensa conquista que dura aproximadamente
cinco minutos. Lo cierto es que siempre vi a la pareja alojando la energía en
sus pies y a pesar de que Claudia se encargaba de recordarme varias veces la
frase del profesor de preparación física, enigmático elemento de la marinera
norteña, quien dijera: “la marinera no se baila con los pies sino con el corazón”; no lo entendía.
Javier, un jovial, un almácigo de buena onda, entusiasta
amigo de Claudia, decide junto a ella romper las barreras de lo que para muchos
podría ser imposible y que a la larga sustenta con mayor claridad la tesis del
Chino Calderón, que la marinera si puede alojarse en la entraña y zapatear en
una corazonada, tic tac, tic tac, al ritmo de la marinera. El reto es enorme,
la complejidad es aún mayor y el nerviosismo impera. El sol quema, las pistas
también y los corazones arden de emoción regocijados por el aplauso del respetable.
El pantalón blanco ahora más ceñido, la camisa sedosa y blanca, el pelo
engomado, la faja roja y el chaleco de cinco botones, los zapatos brillosos y
la silla de ruedas dispuesta a volar. Ahí está Javier, apasionado, motivado y
hasta extasiado por lo increíble del momento. Claudia por su parte luce un
atuendo azul ciertamente alumbrado por la bondad de su risa, la blusa calada
entre flores y estilos cuidadosamente bordados, su pañuelo, su fe y su
entusiasmo.
Salen a la pista, su número de concursantes es el 129, un
número que al sumarle las cifras nos da un perfecto 12. Siempre creí que la
numeración múltiple del 3 está ligada a la superioridad del hacedor. Su ingreso
es apoteósico, la gente grita sus nombres, las matracas, los aplausos. La
familia, el abuelo que deja el duelo para disfrutar el florecimiento de sus
ramas en su nieto. La familia, el padre, la madre, el hermano y el cartel que encierra sus nombres. Pareja perfecta, claro está. Empieza el redoble, empieza la conquista y Javier
y Claudia se hunden en una constelación amorosa seguida de adornos y sonrisas.
En ese momento a Javier, lo veo ponerse de pie y zapatear con toda su fuerza, y
lo hace, porque sus pies también son sus manos, pero en ese momento no laten
los pies ni laten los brazos, laten sus corazones, en las miradas que se
cruzan, en los giros recubiertos de candor y suavidad. Sin duda es un halago
verlos danzar. En esos momentos quisiera no escuchar el tantán, es tanta la
magia que el espectador no espera que termine.
Y luego el aplauso. “No concurses, disfruta el momento” le
aconseja el enigmático vendedor de escapularios, advirtiéndole que aquel que él
lleva en el pecho tiene alma. Luego presiona los pulgares de Claudia y Javier y
ahí están los dos, parados en el podio fabricando tamaño prodigio. Sin duda ganaron,
yo soy uno de los convencidos que la marinera no es un baile para desalmados
narcisistas, ni para el mejor traje o para el más brincador. La marinera es un
baile para los que tienen corazón.
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