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Presagios para Martielk


Sintió desvanecerse, navegando en un mar de constelaciones de humo, flotando en un universo que se iba comprimiendo al son de su respiro, cada vez más asfixiada, con el pecho oprimido. La nube donde flotaba empezaba a desmoronarse. Lentamente empezaba a saborear el cargoso síntoma del adormecimiento en su cuerpo aprisionado. Abrió los ojos e hizo un impulso fuerte para tratar de incorporarse, pero no pudo, estaba endurecida como una roca áspera. Parpadeó, movió los ojos y tan sólo al contar algunos segundos en su mente, empezó su desesperación. Intentó girar sus brazos para tantear en la oscuridad, las dimensiones del recinto que la dejaba cada vez sin aire y despacio, empezó arañando por los contornos hasta descubrirse inmersa en una valija rectangular donde cabía su cuerpo estirado y ella boca arriba, como congelada, perdiendo el aliento. Empezó a llorar, y a rasguñar la madera de la superficie y a golpear conforme sus músculos empezaban a reponerse al adormecimiento, sus vías nasales, frágiles e incluso irritadas evitaban el impulso de aire hacia sus adentros, empezaba a morir doblemente, porque es distinta la muerte que causa la desesperación que la muerte misma. Empezó a gritar, afónica, gastada y casi expirando, los ojos de Martielk permanecían duros y fijos en un punto oscuro.


Su desesperación, agitación y llanto desaforado no alertaba nada más que al eco raspado del recinto reducido en el que estaba depositada. Aquella madrugada, un miércoles de agosto 1995, Martielk escarbó hacia arriba, con sus propias uñas, hasta lograr hacer un reducido hoyo por donde se pueda filtrar el aire bendito que le permitió más adelante contarme la historia. Cuando ya se libró de aquella madera que quedó desastillada, estiró su lastimada mano buscando alcanzar más allá y así deslizó lentamente su brazo hasta rosar con lo que parecía ser concreto. Fue allí donde ella comprendió que estaba depositada en algún cementerio. Presa del terror,  dolor y congestión sufridos, incluso por el mal sabor de la sangre en su boca, gritó desmedidamente, cerrando sus ojos muy fuertemente, mientras sus lágrimas discurrían por los pliegues de su empalidecida y endurecida piel, de su agónica catalepsia.


Cuando Martielk despertó esa madrugada, el sudor frío no dejaba de resbalar por su frente y nariz pulida, sus lágrimas se escapaban sin aviso,  transitaban por sus mejillas con excesivo lamento y miedo, ella se llevaba las yemas de los dedos a los ojos para secar su río y calmarse. Prendió la luz y también un espiral para alejar a los zancudos de ahí.  Se incorporó y se sentó en la orilla de la cama, con sus codos sobre las rodillas, sosteniéndose la cara con ambas manos, poniendo su pelo tras sus orejas cada veinte o veinticinco segundos, sollozando imparable, mientras las chicharras resonaban a lo lejos como para crispar aún más su cuerpo. Vuelve abrir los ojos y pasmada por el terror de su sueño empieza a recorrer la habitación donde se encontraba. La habitación era de ladrillo unida con barro, un techo de esteras  sujetas de cañas bravas, recubiertas con barro, el piso de tierra salitrosa y humedecida. La cama era una parrilla grande de fierro sobre cuadro columnas de ladrillos de cemento que suspendían los fierros. No había nadie, ese fue el momento donde Martielk probablemente haya encontrado la soledad más amarga del resto de sus días y la mayor desesperación al hallarse envuelta en un charco de sangre, producto de una hemorragia que escapaba por su vagina, las sabanas manchadas, y sus piernas, mantenían el circuito lento de la sangre oscura deslizándose hasta por sus canillas. Ella estaba sola.


Fue un año antes, cuando Martielk sufrió un descenso vaginal alarmante, acudió a los médicos de la ciudad, mejor dicho recorrió como en trampolín de consultorio en consultorio, buscando la justificación de su desangramiento, pero fueron pocos los acertados diagnósticos que poseían sentido, lo demás era puro gasto; y no era una situación como para desembolsar cuantiosas cantidades de dinero buscando sanarse. Era madre soltera, con aproximadamente treinta y un años de edad y cuatro hijos, un trabajo esforzado esperando una respuesta urgente y que significaba el sustento para todos. No demoraron en aparecer de aquellos médicos escandalosos y abusivos que asustan a los pacientes, como en una feria, vendiéndote enfermedades que probable nunca las tengas, únicamente preocupados en generar un mercado sostenible, con más pacientes, más diagnósticos, más recetas y fármacos. “Lo que usted tiene podría tratarse de un cáncer” le dijo el doctor Salazar, mientras la miraba fijamente a los ojos y observaba como se le desorbitaban las pupilas y un par de lágrimas se desbandaban por su asustada mirada.


Y así pasaron meses de médicos, especialistas, analistas estudiados, locales y extranjeros que observaban la rareza de su enfermedad y diagnosticaban penalidades cada vez más inquietantes y preocupantes. La desahuciaron. Y no sé cómo hacen algunos de esos profesionales de la bata blanca, que hasta cronometizan el tiempo de vida de los pacientes, como activando la bomba que en algún momento estallaría dejándote sin vida, desapareciéndote para siempre de la faz de la tierra.


Sus hijos fueron encargados a sus padres para que estos los protegieran cuando Martielk dejara de existir, debido a su extraña enfermedad. La situación de ella era muy delicada, todos los galenos coincidían en que el Instituto de neoplásicas de la capital podría ser la solución perfecta para combatir su cáncer, mientras tanto los descensos seguían produciéndose y de forma cada vez más constante. En los momentos en que Martielk entraba en sueños, parecía perderse entre una niebla espesa y negra que la desaparecía, primero los pies e iba avanzando progresivamente de sueño en sueño, asustándola progresivamente también. Conforme pasaban los días, soñaba que la neblina oscura empezaba a taparle el cuello para asfixiarla y luego todo su cuerpo se desvanecía girando como en una ruleta, ella en un féretro donde la neblina la iba instalando cada vez un poco más, lento pero seguro, quizá al ritmo más propio de ese tipo de muerte.


Los sueños atroces, el sangrado, la distancia en la que se encontraban sus hijos, le hizo tomar la decisión de bajar a la costa, donde sus padres se habían albergado hace apenas unos años. Un arenal, envuelto en polvo, niños descalzos correteando por la mugre acomodados en la podredumbre, otros embarrándose mientras desmenuzaban un mango como carroñan los gallinazos a la carne podrida. Casas de esteras, terrenos deshabitados, con murallas a mediana altura y todos los condimentos de un asentamiento humano que empezaba a emprender de la invasión exigiendo títulos de propiedad. Martielk, llegó de forma sorpresiva con su rostro pálido y una mirada de “zorro muermo” para sorpresa de sus pequeños que dejaron el plato de sopa de fideos con papas para correr hacia su madre y abrazarla una y otra vez. Wenzeslao el último, quizá no comprendía la magnitud del problema, mientras Leslie y Felix se quedaban atónitos como preguntándose si ese momento que presagiaron los hombres de bata blanca había llegado. No se imaginan el hedor del miedo en sus rostros,  Felix terminó vomitando la sopa mazamorrienta de la abuela.


Martielk, fue aislada de sus hijos, para evitar que si pasara lo peor, que quizá lo esperaban a pesar de considerarse enormemente devotos y religiosos de un sinfín de personajes de estampitas y personajes bíblicos, que ellos la desahuciaron también. La llevaron a uno de los terrenos vacíos donde estaba edificada aquel cuarto de ladrillos unidos con barro y techo de esteras donde tuvo la última pesadilla, su último presagio. La intención de separarla era evitar que los niños sufrieran algún choque con lo que pudiese acontecer.


De pronto, y creo que es así como los ángeles aparecen, una voz dulce y ronquita se escuchaba aproximarse al cuartucho donde yacía Martielk en sus últimos momentos. Esa mujer de cabello corto, de ceño fruncido y mirada galopante se inquietó, preguntándose cómo es que pudiese estar en ese lugar separada de todos y atendida por nadie. No dejaba de acompañarla una sonrisa motivadora, iluminada y radiante. Vino para llevarse a Martielk, porque dicen que Dios nunca se olvida de los que están sufriendo. Aquel día la pesadilla para ella terminó, el ángel la durmió, Martielk apareció en una danza de iluminados saltando con los ojos cerrados, dando unos brincos irracionalmente estéticos y desproporcionados, pero bellos. Fue ahí donde descubrió el presagio y halló su libertad.

Basado en una historia real 

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