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¿A quién le digo princesa?

Tiene una mirada, dulce pero a la vez perdida. Cuando ríe sus ojos toman un fulgor de caramelo que endulza. Su imaginación es otro universo interactuando con el nuestro y todo lo que observa tiene vida, movimiento, aunque no pueda apenas moverse. Y sus lágrimas lavan toda su mierda, le enjuagan el alma, sacuden el percudido de su corazón que siente pena.

Se esconde tras un manto de fuego que le quema la entraña, la sofoca y le obliga a galopar contra las paredes. Se queda débil, mutilada, con sus ojos regados en el suelo mientras trasmina de la tierra el olor de la muerte.
Su cuerpo frágil y su risa infantil, son fantasmas en mis noches y aúllan los lobos del pasado, dejando huellas de sacrificios, de llantos y nudos en la garganta que se confunden con el miedo. Ese miedo al látigo, al dolor, al repudio, al desamor, a la furia del no te quiero. Cuando siente que le arrancan el alma, y no sabe por qué llora, dice.

Tiene ganas de liberarse, su voz le penetra el oído y el corazón. Se derrite como cera hirviendo, hasta se consume en desesperación y amargura. Siempre ha sido así, manifiesta entre sollozos que resbalan hacia el sur de su entrecejo fruncido. Amargamente lo quiero, dice. Si supiera que no quisiera volverlo a ver. Y no sabe por qué llora.

Todos asoman vislumbrando su belleza. Su reflejo y su sombra son bellos y ella sólo mira las piedras más cercanas a su rostro, no ve la luz que la cubre en su tristeza. Tiene miedo de dar la mano para cruzar el puente a pesar de que quiere saltarlo ya. Salta, salta le digo, como las ranitas, salta, aunque todo lo que quieras se te muera, tu sólo salta y líbrate de tu soledad.

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