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EL LEGADO DE LOS 50




Son apenas 28 minutos los que han transcurrido cuando empiezo estas letras. Tengo una gran emoción conteniéndose en lo más profundo de mi ser. Tengo el pecho saltando en cada latido como señal de que la fiesta está empezando. Han pasado 50 abriles y no son comunes y corrientes, son 50 años de amor, fidelidad, respeto, y servicio mutuo que empezó un agosto de 1959 en aquellas épocas donde los mejores recuerdos han podido llegar hasta nuestros días apenas en fotografías en blanco y negro.

Cuando mis abuelos decidieron juntarse, no solo les interesó arrimar el espinazo en el fogón de las antiguas cocinas a leña mientras se preparaba el ponche, tampoco pensaron únicamente en las aventuras que más adelante pasarían juntos. Ellos fueron unidos probablemente no con una simple flecha de un travieso Cupido. Por los años y legado podría decir que el Cupido que les permitió unirse era tal ves un lanzador de jabalina o garrocha. Cualquiera no llega a cumplir cincuenta años.

Según lo que sé, mi abuelo, fue desde el principio una persona muy humilde que salió en busca de la felicidad y la buena fortuna a una edad demasiado temprana. Fue muy entusiasta, así me contó él. Además se caracterizaba por ser ingenioso, inquieto, preguntón un pillo embarcado en miles de historias. Hace algunos años atrás estuve echado a su ladito, mientras el sostenía un legendario libro de medicina natural en sus manos. De pronto interrumpí su lectura para acercarme un poco a su pasado, y así fue. El se tomo más de cinco horas contándome cosas, algunas que parecían fantasía total, pero que con sus palabras, selectas y precisas, él me acercaba a su pasado. Parecía el narrador de cuentos. Me hablo de su infancia, de cómo era su vida, rural, sencilla. Luego me contó de su vida militar, que es más que divertido, es un ejemplo. Fue en el ejército donde él conoció su profesión a la que se dedicó hasta que yo tenía aproximadamente tres años de edad. Esa profesión unida a su estilo, por que el aseguraba ser un galán, fue lo que logró despertar el sentido romántico que María, mi abuelita aun no conocía, pero que aprobó y decidió compartir durante toda su vida. De la familia de mi abuelo siempre se supo poco, más nos acordamos de la matriarca que nos envolvía en sus brazos desde que éramos muy pequeñitos, mi viejita Matea, una mujer que unía y reunía a su familia. Siempre recordaré cuando ella aún reinaba en aquella casa, ahora demolida por el tiempo y por efectos de la herencia a los hijos. A veces vuelvo a los álbumes y encuentro tres o cuatro fotografías, a color y con bordes blancos, que solo al juntarlas dan muestra de la magnitud del imperio Horna Mendoza que hace cincuenta largos años, medio siglo formaron mis abuelos. Lamentablemente esas fotos solo existieron cuando la gran Mateíta aún alumbraba la casa con su alegría y dulzura.

Mi abuelita nos preparaba el fiambre y los cuadernos en la lonchera, nos peinaba y ponía el uniforme, a veces molesta por la desobediencia de sus nietos, por los chillidos que la agobiaban; pero lo hacía con amor, eso siempre lo supe. Y así pasaban los años, las primeras canas empezaron a aparecer, y en la piel se empezaba a tañer unas líneas que ajaban sus rostros. Mis abuelos nos llevaba al jardín y nos recogía, era menester de todos los días. Veníamos saltando y cantando por las calles, con una alegría, así como los patitos jóvenes siguen los pasos del pato adulto, imitando todo lo que nuestro abuelo hacía. Y así disfrutábamos de esa gracia todos los días, Fernando, Diana y Joseph. Fernando es mi hermano de sangre, pero en la familia todos somos hermanos de sangre porque eso fue lo que siempre nos enseñaron ellos.

Tan sólo habíamos crecido un poquitín. Ya había aprendido a leer. Recuerdo que unas tardes anteriores a lo que les quiero contar, mi abuelo me compró una edición de los famosos Coquito pues ya había empezado a reconocer algunas letras y sílabas entre sus libros. Una de esas tardes, recuerdo que el sol ya no brillaba mucho y las hojas del higo y la palta empezaban a caer alborotadamente. Parecía que el cielo empezaba a sollozar. Fuimos apresurados a contarle a la mamita Matea que habíamos encontrado al gatito encima del horno y me quedé helado, fue en 1993 y lo recuerdo bien. Karen y mi madre me cerraron la puerta deteniendo el acceso, teníamos al gato que arañaba los brazos de Diana. Mi abuela María se desmayaba de dolor, entre gritos que parecían cánticos fungidos de una angustia abrumadora. La matriarca había cerrado los ojos para siempre. Eso había significado el punto de partida para una nueva historia. Mis abuelos decidieron abandonar la casa, porque no soportaban el vacío que quedaba. Sinceramente ninguno de nosotros la soportaba, eso significo mucho para nosotros. Quizá las tres noches de su velorio significaron las últimas noches en que la casa se abarrotaba de visitantes, cuando la chicha y el pan se terminaban, cuando éramos consentidos por todos los que llegaban.



Mi viejita María no soportaba la ausencia de la bisabuela en aquella habitación donde bebíamos el ponche espumoso de chicha fresca. Decidieron emigrar a la costa y refugiarse en un lugar que para ese entonces significaba un re empezar. Y así fue, ellos escribieron en páginas nuevas lo que esa tierra les dio. Años después, junto a mis hermanos viajamos rumbo a Guadalupe para que mis abuelos se hiciesen cargo de nosotros debido al delicado estado de salud en el que se encontraba mi madre. Era la primera vez que yo viajaba disfrutando el paisaje fuera de mi ciudad natal. Cuando llegamos, lo primero que encontré fue el rostro de quien sería la más fiel amiga de la familia durante muchos años, Pitufina, una perra chusca blanca de pelo con algunas manchitas marrones en el lomo. Luego salude a Fidel y Karina, los últimos de sus hijos, sacando agua de un pozo de una vecina a la que llamaban Aleja. Mi abuelo trataba de leer acostado en una playera de tela verde, mientras mi abuela recogía el servicio de la mesa que permanecía extendida en el patio bajo una simple estera amarrada de las esquinas a cuatro Huayaquiles. La habitación en la que íbamos a vivir en esta nueva etapa de nuestras vidas era un simple cuarto de adobes de barro y estera cubierta de tierra. Todo estaba apiñado a la pared del fondo de la habitación. Los baúles y reposteros cubiertos de polvo hablaban de las dificultades en la que los abuelos empezaron la nueva estrofa de sus vidas. Nos recibieron con afecto y nos cuidaron a los tres hermanos durante todo un año. Llego diciembre ya había cursado mi cuarto grado de secundaria, me había gustado la ciudad y tenía varios amigos, decidí quedarme más tiempo, sin embargo mis hermanos se regresaron en la primera oportunidad que mamá regreso.

Es cierto que a veces los abuelos eran duros, pero cuando uno es niño no entiende muchas de las cosas serías a la que los adultos están sujetos. Lo que sí sé es que esos dos años últimos de mi primaria, quinto y sexto fueron muy importantes para mi vida. No contaré más para no salirme del tema. El papá Felipe se encargaba siempre de la preparación intelectual de su nieto, me hacía estudiar, y repasar e incluso me evaluaba antes de rendir en la escuela. De la noche a la mañana me volví un alumno brillante. Siempre recuerdo que dentro de mi arrogancia, una vez que logre sacar un veinte de nota en historia, vine saltando en un pie de alegría. Mi abuelo mientras almorzábamos musitó orgulloso: ¿Y ese veinte, gracias a quien lo has logrado?, me dijo. Yo conteste con tono egoísta: -Lo he conseguido yo mismo. Pude ver como mi abuelo se resintió, pero jamás dejó de esforzarse por enseñarme a ser mejor cada día. Logré desarrollar mayor confianza en mí. Mi tío mayor, William, me ayudaba con los dibujos, pero quizá algún día se cansó de hacerlo y prefirió enseñarme algunas técnicas para dibujar, afianzándome en círculos y rectas, era tan simple, que empecé a brillar en las artes en la escuela. No demoré en participar en los concursos, en la banda de músicos. Hasta hicimos teatro vestidos de payasos para el día del padre. Todo eso me sirvió y si hoy mi abuelo me hiciera la misma pregunta, quizá con lágrimas en los ojos le agradecería por cada enseñanza o estímulo que recibí de él, incluso de uno que otro correazo o jalón de orejas, pues cada cosa tenía su razón.

Estaba olvidando contar une experiencia que significó mucho para fortalecer la semilla de mi fe. Una vez en la escuela, se realizó uno de los tantos sorteos para reunir fondos para la promoción de primaria. En todas las anteriores veces en que sortearon los ganadores ni siquiera me aproximé a la posibilidad de llevarme el premio. El papá Felipe, me aconsejó y me dijo: “Si no has ganado nada es porque no tienes fe”. Me aconsejó orar y pedirle al padre que me bendijera con el premio. Entonces al día siguiente salí volando camino a la escuela mientras oraba motivado por mi abuelo en creer en un ser supremo que todo lo puede y sin querer ese día gané el premio. Lo más curioso es que cuando mi nombre salió de la bolsita de sorteo, mi profesora decidió regalárselo a un compañero que entre comillas: “era más pobre que yo”.

La abuela mantenía aún sus tradiciones de preparar el café con cebada y legumbres, que tostaba desde muy temprano. Casi siempre estábamos ahí para atizar el fuego soplando para que este no se apague. Luego se molía los bloques carbonizados para almacenarlos en depósitos. Ese molino quizá haya sido un gran amigo de la familia también. ¿Cuántas veces habremos molido café?, o ¿Cuántas otras habremos molido el maíz fresco para las humitas? La especialidad de mi abuela eran las humitas dulces, parecía como si comiésemos pastelitos.

Allá en Guadalupe, en Sixto Balarezo, el barrio donde vivíamos había sembríos de arroz, por norte, sur, este y oeste. Había millones de millones de zancuditos combatiendo con nuestras venas, tratando de arrancarnos una milésima de unidad sanguínea para su subsistencia. Era catastrófico la época de sembrío de arroz. Y a pesar de que al papito se le ocurrían miles de técnicas para evitar ser devorados por sus ponzoñas, estas se concentraban horrorosamente rodeando los fluorescentes y los pixeles de la televisión. Con mi tío William habíamos improvisado algunas veces medias y guantes de bolsas que evitaban el accionar de los insectos.
Sin embargo el arroz también significa grandes ventajas para los pobladores, claro, sólo cuando era época de cosechas. Salíamos en busca de las espigas que las máquinas cegadoras automáticas dejaban volar por las chacras. Y a veces reuníamos montones de arroz que luego martillábamos con tablitas para separarlas de las espigas y próximamente llevarlas a pilar al molino. Mi abuela es de test blanca, casi así como el color del pan árabe, pero con algunos resaltes rosados entre los remangos de su rostro adulto. A veces llegábamos a la chacra cuando ya habían sido quemadas para iniciar el arado y los granos de arroz se habían tostado a tal punto de volverse canchita, era chistoso, como niños que fuimos en ese entonces todo solía ser divertido.

Hubo incidentes en la casa, eso hasta en las mejores familias sucede. Una vez las crías de Pitufina se comieron los cuyes, solo quedaron dos o tres y el abuelo tuvo que responder al atentado eliminando a la cachorra agresiva. Luego tuvimos que matar el gallo preferido del abuelo para agregarle sazón al caldo y pude ver que salían lagrimas de angustia de su rostro mientras se reclinaba en la pared para no presenciar la ejecución de su pico de oro. Muchas cosas pasaron y también en un abrir y cerrar de ojos ya estaba terminando la primaria y Karen mi tía terminaba la secundaria. Los bailes fueron el mismo día. Yo sinceramente lo pase aburrido y fui el primero en abandonar la fiesta. Pero recuerdo y me da risa que había sido seleccionado para realizar el discurso. El papá había escrito un discurso ejemplar y yo seguro de sus párrafos sólo me atreví a darle una que otra ojeada. A la hora de la hora, ya estaba vestido y listo para el baile de gala, sin embargo nunca encontré el discurso. Mi abuelo estaba enfadado, de un coscorrón calmo mi llanto y me animó a asistir. Se dispuso a escribir un nuevo discurso. No fue tan bueno como el primero pero sirvió para admirar a mis compañeros que aplaudieron orgullosos y me abrazaron felicitándome aquella noche.

Llegó el momento de partir. Era consciente que esa tierra no me daría la educación que yo soñaba tener. Decidí volver a Cajamarca, encontrarme con mi familia y empezar a acostumbrarme al nuevo estilo de vida. No supe nada de los viejitos hasta navidad, luego hasta fiestas patrias, luego vacaciones y así hasta que terminé la secundaria. Los abandoné. Una vez tuve la oportunidad de conversar con mi abuelo largo y tendido, lo motive a escribir textos. La casa había crecido y habían improvisado poco a poco unas cabinas de Internet. Fue una gran ventaja. En ocasiones conversábamos a través de cámara Web y ellos me veían y yo a ellos. La distancia empezaba a disminuir y fue la oportunidad para motivar a mi abuelo a escribir su historia, la gran historia jamás contada. Luego de unos meses me la entregó. Es un gran material aquel libro, la única copia la dispongo yo y espero en algún momento publicarla acompañada de mis viñetas.

Así transcurrió el tiempo, ¿Qué rápido no? Habían pasado casi cinco años desde que no volvía a Guadalupe, largo tiempo que no recorría esas calles que acompañaron grandes momentos de mi vida. Era lógico que mis abuelos creyeran que los había abandonado por que eso fue lo que sucedió. Lo acepto. Desde hoy he jurado cuidarlos más.

Los años no solo han pasado para ellos, han pasado para muchos de nosotros, algunos hijos y nietos maduraron y aprendieron, otros cambiaron de forma injustificada. La fiesta de los cincuenta años de los abuelos estaba cerca. Algunos cuántos hijos quisieron celebrar la fiesta en Cajamarca y otros hermanos acompañados de la voluntad de los viejos decidieron hacer la fiesta allá nomás. Empezaron a marcarse las diferencias, entre unos y otros. Transcurrió el tiempo y ya estábamos de cara a la celebración del aniversario. Decidí acudir a mi tío William y viaje junto a su familia. El camino se torno largo, más por el deseo de llegar de una vez y saludar a los viejitos. Tenía gran emoción de solo pensar que regresaría a la casa que me acogió entre mis ocho y once años de edad. La agencia nos dejo a solo tres cuadras de la casa, cargue los equipajes para apresurarnos a llegar, algunos vecinos nos observaban admirados del regreso. Pisaba firmemente como queriendo dejar huella de este reencuentro. Fui el primero en ingresar a la casa y la sorpresa más grande fue que tuve que dar señales de vida y acercarme bien para ser reconocido por mi abuela. La edad le ha empezado a robar la vista. Había regresado, pero distinto y les costó un poquito saber que dentro de las barbas y la voz seguía siendo el mismo.



Me dolió un poquito ese cambio. Decidí salir a la ciudad a buscar a un amigo que viajaba a Trujillo. Todas las calles parecían haberme esperado ansiosas. Me sentía feliz de estar ahí. Pasé por la calle Manuel Banda y cada pisada parecía retroceder un tiempo atrás. Mi cabeza parecía una cámara transbordadora que me llevaba entre uno y otro espacio de tiempo. Mis ojos latían de entusiasmo de una alegría que pocas veces he sentido. El sol alumbraba plácidamente la avenida Alianza, aún seguían manteniéndose los huecos de la pista con los que alguna vez tropecé con mi mejor amigo mientras andábamos en bicicleta.

Cenamos junto a los papás y luego fuimos a un hotel porque la casa estaba repleta de visitantes. Qué alegría ver a Gladis, la mamá Chunguita, El tío Belisario acompañando a la tía Faustina que lucía una sonrisa bastante recuperada. El tío Felipillo que no había perdido ninguno de sus vicios, el ser sastre, las cartas y los traguitos. Mi tía rosario con toda su tribu, Helen, Estefani, Sandra y Josue. El tío Manuel que era hermano del papá Felipe, Helsi y otros tíos con los que compartí en mi niñez, pocos familiares por parte de él asistieron. Luego la familia por parte de la mamá que es mucho más numerosa llenó el hogar de algarabía. Al día siguiente, el día especial, el día del recuento de los cincuenta años, de la renovación del amor de nuestros grandes padres de nuestro ejemplo, la casa parecía haberse convertido en un hormiguero festivo de esplendorosas sonrisas alentados por ver a los galanes abuelos. Estaban, el tío profesor de la escuela donde estudiaba, el tío Gerónimo que nos engreía con sus tamales que lucía un rostro feliz y recuperado de una penosa mala racha. Mi tía Ada, Marco, el primo Yuri y su hijito que ahora era un hijazo. El tío abuelo Valdemar que no se desprendía ni de su cigarro ni de su señora, muy joven y elegante, mi tía Gala. La señora Elsa con su hija Ana María quien sería una gran amiga desde niño allá en esos parajes donde viví mi niñez. También estaba Fidel y su esposa Janeth (aun sin hijos, pero ya esperamos a que tenga un josephcito). La familia de mi tía Rosario creció aún más Doña Elenita su suegra, su esposo José y los padrinos del bautizo de Sandra que se había realizado minutos antes a la ceremonia de las bodas de oro. Llegó Dianita, mi hermana mayor, pero siempre nuestra Dianita que vino acompañada de una guitarra y una corista que amenizó con voces más que angelicales la ceremonia. Estuvieron los vecinos más allegados, todos habíamos colaborado por lo menos con algo. Por ejemplo yo aprendía a cortar a los patos, separar lo aprovechable de lo que se debería desechar, a quitarle la hiel y etc. de pasos, en la elaboración del suculento pato. Estábamos todos listos, la familia esperaba únicamente a las dos hijas mayores. Nelly y Esther. La primera es mi madre. Mi mamá llego junto a mis hermanos, Gabby y Fernando. Mi tía Esther en cambio llegó con su esposo Walter y tan sólo su hija María Esther, quien a su vez estaba acompañada de su esposo e hijo Diego. Al principio tuvieron un rostro de egoísmo bastante marcado en el rostro, quizá no comprendieron la envergadura de la ceremonia, quizá no quisieron entender lo cuan importante era para muchos de nosotros.

Empezó la ceremonia, el curita, mi tío Jorge, empezó con voz quebrantada pero con la alegría y el honor de ser el celebrante de esa misa, lloraba y contaba de forma muy humilde la forma de amor que había aprendido a entregarle a nuestros abuelos, muy ejemplar por cierto. En ese momento tuve un despegue de lágrimas que se hacían como torbellinos en mis ojos, nublándome de una emoción que no tardó en convertirse en un llanto tan emotivo, que solo decidí vivir ese momento como uno de los más bellos y benditos de mi vida. Me tocó decir algunas palabras durante la misa, vi como muchos de mis tíos, embargados de entusiasmo también libraron lágrimas por sus mejillas y ese abrazo de paz que nos dimos todos contra todos fue un verdadero “volverse a ver”. Los disfruté felices, orgullosos del legado que nos han otorgado. Llenos de satisfacción de lo que han logrado en cada segundo de sus vidas, en cada minuto de su amor y en cada hora de su felicidad. Terminada la ceremonia, la fotografía invadió la sala y solo pude ver rebotes de flash crispando las cejas de todo aquel que posaba ante las cámaras. Risas y abrazos que extrañaba desde antes de 1993. En un momento escuche a mi abuela decir: “al hijo que quiera quererme, que me quiera”, lo dijo segura, precisa y fuerte para que sus hijas comprendiesen la invitación. Pero entre lágrimas seguía hablando en tono claro y convincente: “Al fin y al cabo esta fiesta la hice para ellos, para que todos mis hijos estén unidos”. ¿Qué mejor deseo, lejos de todos los pormenores adversos y perversos en medio de este largo camino?

De estas bodas de oro aprendí mucho. Quizá lo lleve como un gran recuerdo latente en mi corazón, como un hito en mi vida, como una señal que marcara mi frente por siempre. Como un ejemplo perenne en mis recuerdos. Sí que lo consiguieron, lograron hijos de bien, nietos de bien y estoy seguro que los bisnietos recordarán no tan lejano las enseñanzas de nuestros viejos.

Que el amor sea para siempre con ustedes mis adorados.
Los quiero por siempre…

Comentarios

virginia ha dicho que…
He leído todo este artículo,y me parece muy hermoso, al momento de leerlo me has hecho enamorar, reir y hasta llorar, en parte al recordar la vida que uno muchas veces lleva con los abuelos cuando es adolescente, los tíos u otro familiar....
Es mas es uno de lo pocos articulos o mas bien, el único que me ha encantado en un 120% y que a hecho brotar en mi esas emociones ..... te felicito. Virginia

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