Me había resbalado varias veces en la vida. Hay resbalones que consideramos insignificantes, a los que ni siquiera nos atrevemos a observar de reojo mientras nos deslizamos por túneles inhóspitos, como cadáveres que se entierran tan profundamente que hasta desaparecen del recuerdo. Hay huecos, hondos, agrestes, vacíos, infinitos, llenos de ausencias, de miedos, de angustia y a veces de hiel. Los pasos que damos los hombres siempre buscan ser calculados, maquinados pensados, pero a veces hacemos dos o tres cosas que suceden de forma paralela, sin que nos demos cuenta de todo lo que ocasionamos, son en esos momentos en que caemos. Y lo más difícil de esto, es la impotencia que provoca, el nerviosismo y la tensión a la que me somete. Siempre tuve miedo de quienes se veían deprimidos, infames ante la felicidad y la luminiscencia de la vida, de los milagros diarios, del pensar y el sentir; jamás me di cuenta de que nadie está libre de congoja o de llanto, de gritos desaforados en tempes...